Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios. Juan 1:12. {DNC 11.1}
La filiación divina no es algo que obtenemos por nosotros mismos. Sólo a
los que reciben a Cristo como su Salvador se les da la facultad de llegar a ser
hijos e hijas de Dios. El pecador no puede librarse del pecado por ningún poder
inherente. Para el logro de este resultado, debe buscar un poder superior. Juan
exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Sólo
Cristo tiene poder de limpiar el corazón. El que busque perdón y aceptación
sólo puede decir: “Nada traigo en mi mano; sólo me aferro a la cruz”. Pero la
promesa de la filiación se brinda a todos aquellos que “creen en su nombre”.
Todo el que venga a Jesús con fe, recibirá perdón. {DNC 11.2}
La religión de Cristo transforma el corazón. Convierte a un hombre
mundano en espiritual. Bajo su influencia el egoísta se convierte en abnegado,
porque tal es el carácter de Cristo. El hombre deshonesto y maquinador se
convierte en recto, y llega a ser una segunda naturaleza para él hacer a los
demás lo que le agradaría que le hicieran. El profano pasa de la impureza a la
pureza. Adopta hábitos correctos, porque el Evangelio de Cristo ha llegado a
ser para él un sabor de vida para vida. {DNC 11.3}
Dios habría de manifestarse en Cristo, “reconciliando consigo al mundo”.
El hombre había sido degradado tanto por el pecado que era imposible para él,
en sí mismo, entrar en armonía con Aquel cuya naturaleza es pureza y bondad.
Pero Cristo, después de redimir al hombre de la condenación de la ley, podía
impartir poder divino que se uniría al esfuerzo humano. Así, por el
arrepentimiento para con Dios y la fe en Cristo, los hijos caídos de Adán
podrían nuevamente convertirse en “hijos de Dios”. {DNC 11.4}
Cuando un alma recibe a Cristo, recibe poder para vivir la vida de
Cristo.* {DNC 11.5}
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