El rey de Jerusalén, 9 de febrero
Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, es el monte de Sion, a los
lados del norte, la ciudad del gran Rey. Salmos 48:2. {MGD 48.1}
Desde lo alto del Monte de los Olivos miraba Jesús a Jerusalén, que
ofrecía a sus ojos un cuadro de hermosura y de paz... Los últimos rayos del sol
poniente... al hundirse en el ocaso hacían resplandecer el oro de puertas,
torres y pináculos. Y así destacábase la gran ciudad, “perfección de
hermosura”, orgullo de la nación judaica. ¡Qué hijo de Israel podía permanecer
ante semejante espectáculo sin sentirse conmovido de gozo y admiración! Pero
eran muy ajenos a todo esto los pensamientos que embargaban la mente de Jesús.
“Como llegó cerca, viendo la ciudad, lloró sobre ella”. Lucas 19:41. En medio del
regocijo que provocara su entrada triunfal, mientras el gentío agitaba palmas,
y alegres hosannas repercutían en los montes, y mil voces le proclamaban Rey,
el Redentor del mundo se sintió abrumado por súbita y misteriosa tristeza. El,
el Hijo de Dios, el Prometido de Israel, que había vencido a la muerte
arrebatándole sus cautivos, lloraba, no presa de común abatimiento, sino
dominado por intensa e irreprimible agonía. {MGD 48.2}
No lloraba por sí mismo... Lloraba por el fatal destino de los millares
de Jerusalén, por la ceguedad y por la dureza de corazón de aquellos a quienes
él viniera a bendecir y salvar... {MGD 48.3}
A pesar de recibir por recompensa el mal por el bien y el odio a cambio
de su amor, prosiguió con firmeza su misión de paz y misericordia. Jamás fue
rechazado ninguno de los que se acercaron a él en busca de su gracia... Israel
empero se alejó de él, apartándose así de su mejor Amigo y de su único
Auxiliador. Su amor fue despreciado, rechazados sus dulces consejos y
ridiculizadas sus cariñosas amonestaciones... {MGD 48.4}
Cuando Cristo estuviera clavado en la cruz del Calvario, ya habría
transcurrido para Israel su día como nación favorecida y saciada de las
bendiciones de Dios... Mientras Jesús fijaba su mirada en Jerusalén, veía la
ruina de toda una ciudad, de todo un pueblo; de aquella ciudad y de aquel
pueblo que habían sido elegidos de Dios, su especial tesoro.—El Conflicto de los Siglos, 19-23. {MGD 48.5}
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