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En los Lugares Celestiales


Cooperación con el cielo, 21 de enero https://ift.tt/3GP9l6R Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Filipenses 2:12, 13. El hombre, en la obra de salvar el alma, depende plenamente de Dios. Por sí mismo, no puede dar un solo paso hacia Cristo a menos que lo atraiga el Espíritu de Dios, y esa atracción es permanente y continuará hasta que el hombre afrente al Espíritu Santo por su rechazo persistente... Constantemente el Espíritu está mostrando al alma vistazos de las cosas de Dios, y entonces una Presencia divina parece cernirse de cerca, y si responde la mente, si se abre la puerta del corazón, Jesús mora con el agente humano... El Espíritu de Dios no tiene el propósito de hacer nuestra parte, ya sea en el querer o en el hacer... Tan pronto como inclinamos nuestra voluntad para que armonice con la voluntad de Dios, la gracia de Cristo está lista para cooperar con el instrumento humano; pero no será el sustituto que haga nuestra obra independientemente de nuestra resolución y de nuestra acción decidida. Por lo tanto, no es la abundancia de luz ni de una evidencia acumulada sobre otra lo que convertirá el alma. Es tan sólo el agente humano que acepta la luz, que despierta las energías de la voluntad, comprendiendo y reconociendo que lo que sabe es justicia y verdad, y que coopera así con los agentes celestiales establecidos por Dios para la salvación del alma... No obedezcáis la voz del engañador, que está en armonía con la voluntad no santificada, sino obedeced el impulso que Dios ha dado... Todo está en juego. ¿Cooperará en “el querer como el hacer” el agente humano con el divino? Si el hombre coloca su voluntad del lado de Dios, rindiendo plenamente el yo a la voluntad de Dios, el elevado y santo esfuerzo del agente humano derriba la obstrucción que él mismo ha erigido, los escombros son barridos de la puerta del corazón, se quebranta la oposición obstinada que obstruye el alma. Se abre la puerta del corazón, y entra Jesús para morar como un huésped bienvenido.—Carta 135, 1898.

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