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Comentarios Elena G.W https://ift.tt/Xj8rh7J El pecado de Jacob y la serie de sucesos que había acarreado no dejaron de ejercer su influencia para el mal, y ella produjo amargo fruto en el carácter y la vida de sus hijos. Cuando estos hijos llegaron a la virilidad, cometieron graves faltas. Las consecuencias de la poligamia se revelaron en la familia. Este terrible mal tiende a secar las fuentes mismas del amor, y su influencia debilita los vínculos más sagrados. Los celos de las varias madres habían amargado la relación familiar; los niños eran contenciosos y contrarios a la dirección, y la vida del padre fue nublada por la ansiedad y el dolor. Sin embargo, hubo uno de carácter muy diferente; a saber, el hijo mayor de Raquel, José, cuya rara hermosura personal no parecía sino reflejar la hermosura de su espíritu y su corazón… Habiendo muerto su madre, sus afectos se aferraron más estrechamente a su padre, y el corazón de Jacob estaba ligado a este hijo de su vejez. “Amaba… a José más que a todos sus hijos”. Pero hasta este cariño había de ser motivo de pena y dolor. Imprudentemente Jacob dejó ver su predilección por José, y esto motivó los celos de sus demás hijos (Historia de los patriarcas y profetas, pp. 208, 209). José escuchaba las instrucciones de su padre y temía al Señor. Era más obediente a sus justas enseñanzas que cualquiera de sus hermanos. Atesoraba sus instrucciones y amaba y obedecía a Dios con integridad de corazón. Se sentía apenado por la conducta errónea de alguno de ellos, y con mansedumbre les aconsejaba que se portaran bien y abandonaran sus malas acciones. Esto solo los exasperaba. José aborrecía el pecado de tal manera que no podía soportar que sus hermanos pecaran contra Dios. Informó del asunto a su padre con la esperanza de que su autoridad contribuyera a reformarlos. Esta presentación de sus errores enfureció a sus hermanos. Se daban cuenta de que su padre amaba mucho a José y le tenían envidia. Esta se convirtió en odio y finalmente en crimen (La historia de la redención, p. 102). Ningún ser humano se debe sentar en el sitial más elevado para aceptar la alabanza de los demás, olvidándose de que sus tesoros pertenecen a Dios. Se promete la bendición del Señor a los que tienen hambre y sed de justicia, pero nada es más ofensivo que tener hambre y sed de la alabanza de los hombres… Si no fuera por los dones y bendiciones gratuitos de Dios, fracasaríamos para la eternidad. Por lo tanto, nadie entone sus propias alabanzas, satisfaciéndose con su supuesta sabiduría. Si sus talentos fueran el resultado de su propia creación, la alabanza propia tendría algo de lógica. Pero el hombre no tiene nada que sea suyo. No manifestemos nuestra falta de verdadera sabiduría al exaltarnos a nosotros mismos. Inclinémonos humildemente a los pies del que nos ha dado nuestros talentos (Cada día con Dios, p. 198).

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