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A Fin de Conocerle


Agua para el sediento, 9 de abril https://ift.tt/apK1Ngt En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Juan 7:37. Una vez al año, durante la fiesta de las cabañas, recordaban los hijos de Israel cuando sus padres moraron en tiendas en el desierto, mientras viajaban de Egipto a la tierra de Canaán. Los servicios del último día de la fiesta eran de una solemnidad peculiar; pero el mayor interés se centralizaba en la ceremonia que conmemoraba cuando surgió agua de la roca. Había gran regocijo cuando en un vaso de oro, las aguas de Siloé eran traídas al templo por los sacerdotes, y después de haber sido mezcladas con vino eran rociadas sobre el sacrificio en el altar... En esa ocasión, por encima de toda la confusión de la multitud y los sonidos de regocijo, se oyó una voz: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Quedó en suspenso la atención de todos. Externamente todo era gozo; pero los ojos de Jesús, contemplando el trono con la más tierna compasión, vieron el alma reseca y sedienta por el agua de vida... La benévola invitación: “Venga a mí y beba”, llega hasta nuestro tiempo a través de todos los siglos. Y podemos estar en una posición similar a la de los judíos de los días de Jesús; regocijándonos porque se nos ha abierto la fuente de la verdad, al paso que no se nos permite refrescar nuestras almas sedientas con sus aguas vivas. Debemos beber... Así como los hijos de Israel celebraban la liberación que Dios efectuó para sus padres, y la forma milagrosa en que los preservó durante su viaje de Egipto a la tierra prometida, así el pueblo de Dios debiera en la actualidad recordar con gratitud las diversas formas en que él los ha sacado del mundo, de las tinieblas del error, a la preciosa luz de la verdad... Con gratitud, debiéramos considerar las sendas antiguas y refrigerar nuestra alma con el recuerdo de la bondad amante de nuestro generoso Benefactor.—The Review and Herald, 17 de noviembre de 1885.

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