Cada Día con Dios
Una suave reprensión, 10 de abril A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Juan 1:11. https://ift.tt/jqeitC1 El que compró a la familia humana con su propia sangre, considera ofensa personal todo insulto lanzado a un hijo suyo. Su ley existe para extender el escudo de la protección divina sobre cada alma que confía en él. Las acusaciones de Cristo, los ayes que pronunció, fueron seguidos por exclamaciones de profundo dolor... Justamente antes de su crucifixión, contempló la ciudad de Jerusalén y lloró sobre ella diciendo: “Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz!”. Lucas 19:42. Entonces hizo una pausa. Habían llegado a la cima del monte de las Olivas, y los discípulos, al contemplar Jerusalén, iban a estallar en exclamaciones de alabanza; pero vieron que su Maestro, en lugar de estar alegre, estaba angustiado y a punto de llorar. Cristo se estaba acercando al final de su misión y él sabía que cuando llegara ese momento el tiempo de prueba de Jerusalén habría terminado. Pero le costaba pronunciar las palabras de condenación. Por tres años había buscado fruto sin encontrar nada. Durante ese lapso su alma tuvo un solo propósito: Presentar las solemnes amonestaciones y las misericordiosas invitaciones del cielo a su pueblo desagradecido y desobediente. Anhelaba ardientemente que el pueblo recibiera sus palabras. ¡Cuán misericordiosamente los había invitado! Con cuánta ansiedad había trabajado para despertar en sus corazones la comprensión de que él era la única esperanza de Israel, el Mesías prometido... La obra de su vida consistió en convencer a su pueblo desobediente de que él era su única esperanza. Lo llevó junto a su corazón. Hizo todo lo que pudo para salvarlo. Pero al terminar su obra en este mundo se vio obligado a decir en medio de la angustia y las lágrimas: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida”. Juan 5:40. Las nubes de la ira divina se estaban acumulando sobre Jerusalén. Cristo vio la ciudad sitiada. La vio perdida. Con la voz alterada por las lágrimas exclamó: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos”. Lucas 19:42. Extiendo esta suave reprensión... a los que avanzan ahora por el mismo terreno, y rechazan los mensajes de la gracia de Dios.—Carta 317, del 10 de abril de 1905, dirigida a los “queridos hermanos en el ministerio y en la obra médico misionera”.
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Una suave reprensión, 10 de abril A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Juan 1:11. https://ift.tt/jqeitC1 El que compró a la familia humana con su propia sangre, considera ofensa personal todo insulto lanzado a un hijo suyo. Su ley existe para extender el escudo de la protección divina sobre cada alma que confía en él. Las acusaciones de Cristo, los ayes que pronunció, fueron seguidos por exclamaciones de profundo dolor... Justamente antes de su crucifixión, contempló la ciudad de Jerusalén y lloró sobre ella diciendo: “Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz!”. Lucas 19:42. Entonces hizo una pausa. Habían llegado a la cima del monte de las Olivas, y los discípulos, al contemplar Jerusalén, iban a estallar en exclamaciones de alabanza; pero vieron que su Maestro, en lugar de estar alegre, estaba angustiado y a punto de llorar. Cristo se estaba acercando al final de su misión y él sabía que cuando llegara ese momento el tiempo de prueba de Jerusalén habría terminado. Pero le costaba pronunciar las palabras de condenación. Por tres años había buscado fruto sin encontrar nada. Durante ese lapso su alma tuvo un solo propósito: Presentar las solemnes amonestaciones y las misericordiosas invitaciones del cielo a su pueblo desagradecido y desobediente. Anhelaba ardientemente que el pueblo recibiera sus palabras. ¡Cuán misericordiosamente los había invitado! Con cuánta ansiedad había trabajado para despertar en sus corazones la comprensión de que él era la única esperanza de Israel, el Mesías prometido... La obra de su vida consistió en convencer a su pueblo desobediente de que él era su única esperanza. Lo llevó junto a su corazón. Hizo todo lo que pudo para salvarlo. Pero al terminar su obra en este mundo se vio obligado a decir en medio de la angustia y las lágrimas: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida”. Juan 5:40. Las nubes de la ira divina se estaban acumulando sobre Jerusalén. Cristo vio la ciudad sitiada. La vio perdida. Con la voz alterada por las lágrimas exclamó: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos”. Lucas 19:42. Extiendo esta suave reprensión... a los que avanzan ahora por el mismo terreno, y rechazan los mensajes de la gracia de Dios.—Carta 317, del 10 de abril de 1905, dirigida a los “queridos hermanos en el ministerio y en la obra médico misionera”.
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