El Cristo Triunfante
En el Getsemaní nuestro destino estaba en la balanza, 16 de septiembre “Vinieron, pues, a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que yo oro”. Marcos 14:32. https://ift.tt/JlAny5p Jesús dejó a sus discípulos, rogándoles que oraran por ellos mismos y por él. Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, entró en los lugares más retirados del huerto. Estos tres discípulos eran los que habían contemplado su gloria en el monte de la transfiguración; habían visto a Moisés y Elías conversar con él; y ahora también Cristo deseaba su presencia inmediata. Y él comenzó a “entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo”. Cristo manifestaba su anhelo de humana simpatía y alejándose de ellos cayó sobre una roca y alzando sus ojos, oró, diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso; empero no como yo quiero, sino como tú”. En la suprema agonía de su alma, vino a sus discípulos con un anhelante deseo de estar en compañía del afecto humano. Pero se desilusionó; ellos no le brindarían el esperado socorro... ¡Oíd la agonizante plegaria de Cristo en el Huerto de Getsemaní! En tanto los discípulos dormían esparcidos debajo de los olivos, el Hijo del Hombre, un varón de dolores y experimentado en quebranto, se hallaba postrado en la fría tierra. A medida que el sentimiento de agonía se posaba en su alma, grandes gotas de sudor y sangre brotaron de sus poros humedeciendo el césped del Getsemaní... Allí fue donde la copa misteriosa tembló en su mano. Allí el destino de un mundo perdido pendía en la balanza. ¿Enjugaría las gotas de sangre de sus cejas y arrancaría de su alma la culpa de un mundo desfalleciente, que había sido puesta sobre él? Siendo él inocente, ¿merecía recibir todo el peso de una ley justa? La separación de su Padre, el castigo por la transgresión y el pecado, debía caer sobre él a fin de magnificar la ley de Dios y testificar de su inmutabilidad. Y esto terminaría para siempre la controversia entre el Príncipe de Dios y Satanás con respecto al carácter inmutable de esa ley. La Majestad del cielo estaba abrumada de agonía. Ningún ser humano hubiera soportado un padecimiento semejante; pero Cristo había considerado esa lucha. Les había dicho a sus discípulos: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” “¡Mas esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas!”—Manuscrito 42, 1897.
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