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El Cristo Triunfante


El Cristo Triunfante
Jesús se revela a los discípulos, 17 de octubre “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista”. Lucas 24:30, 31. https://ift.tt/z9mulG6 Pronto estuvo preparada la sencilla cena de pan. Fue colocada delante del huésped, que había tomado su asiento a la cabecera de la mesa. Entonces alzó las manos para bendecir el alimento. Los discípulos retrocedieron asombrados. Su compañero extendía las manos exactamente como solía hacerlo su Maestro. Vuelven a mirar, y he aquí que ven en sus manos los rastros de los clavos. Ambos exclaman a la vez: ¡Es el Señor Jesús! ¡Ha resucitado de los muertos! Se levantan para echarse a sus pies y adorarle, pero ha desaparecido de su vista. Miran el lugar que ocupara Aquel cuyo cuerpo había estado últimamente en la tumba y se dicen uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” Pero teniendo esta gran nueva que comunicar, no pueden permanecer sentados conversando. Han desaparecido su cansancio y su hambre. Llenos de gozo vuelven a tomar la misma senda por la cual vinieron, apresurándose para ir a contar las nuevas a los discípulos que están en la ciudad. Si bien la luna se ha ocultado, el Sol de Justicia resplandece en ellos. Sus corazones saltan de gozo. Parecieran estar en un nuevo mundo. Cristo es el Salvador viviente. Ya no lloran su muerte, sino que se alegran por el Redentor que vive... Son portadores de la historia más maravillosa que se haya dado al mundo, un mensaje de buenas nuevas que la familia humana ha de tener por el tiempo y la eternidad. Cristo ha resucitado de los muertos... En algunos lugares, el camino no es seguro, pero trepan por los lugares escabrosos y resbalan por las rocas lisas. No ven ni saben que tienen la protección de Aquel que recorrió el camino con ellos. Con su bordón de peregrino en la mano, se apresuran deseando ir más ligero de lo que se atreven. Pierden la senda, pero la vuelven a hallar. A veces corriendo, a veces tropezando, siguen adelante, con su compañero invisible al lado de ellos todo el camino. Al llegar a Jerusalén van al aposento alto, donde Jesús había pasado las primeras horas de la última noche antes de su muerte dando instrucciones a los discípulos. Aunque era tarde, sabían que los discípulos no dormirían antes de saber con seguridad qué había sido del cuerpo de su Señor. Encontraron la puerta del aposento cerrada seguramente. Llamaron para que se los admitiera, pero sin recibir respuesta. Todo estaba en silencio. Entonces dieron sus nombres. La puerta se abrió cautelosamente; ellos entraron y la puerta se volvió a cerrar, para impedir la entrada de espías.—Manuscrito 113, 1897.
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