El Cristo Triunfante
Como Pilato, condenamos a Cristo con nuestro silencio, 20 de septiembre “Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte? Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene”. Juan 19:10, 11. https://ift.tt/QR7te1q Ante el asiento judicial Cristo estaba atado como un prisionero. El juez lo miró con suspicacia y severidad. El pueblo se estaba reuniendo apresuradamente. Y a medida que los cargos contra él se iban leyendo, los espectadores asumían posiciones, favorables o contrarias. “Se dice el rey de los judíos”. “Se niega a dar tributo a César”. “Se hace a sí mismo igual a Dios”... Pilato estaba convencido de que no había ninguna evidencia sostenible de la culpabilidad de Cristo. No obstante, sacerdotes y gobernantes lo inculpaban de blasfemia. Pero los judíos actuaban bajo la inspiración de Satanás al igual que Caín y otros tantos asesinos que estuvieron decididos a destruir vidas antes que a salvarlas. “Pero éstos porfiaban, diciendo: Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí”. Aquí Pilato vislumbró una oportunidad en la que podía librarse por completo del juicio de Cristo. Percibió en forma clara que los judíos habían entregado a Cristo movidos por la envidia... “Y al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que en aquellos días también estaba en Jerusalén”. Este era el mismo Herodes que había manchado sus manos con la sangre de Juan. “Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal”... La obra y la misión de Cristo en este mundo no habrían de gratificar la ociosa curiosidad de príncipes, gobernantes, escribas, sacerdotes o campesinos. El vino a sanar al quebrantado de corazón... Si Cristo hubiera pronunciado alguna palabra a fin de sanar a las almas magulladas por la enfermedad del pecado, no habría guardado silencio. Pero, él había enseñado a sus discípulos que las preciosas gemas de verdad no debían arrojarse a los cerdos. Su porte y su silencio ante Herodes hicieron su silencio mucho más elocuente. El pueblo judío había esperado por mucho tiempo un Mesías que condenara el poder que los mantenía cautivos. Y buscaron que el Príncipe de la vida, el Único que podía librarlos de su cautividad, pronunciase esa condenación.—Manuscrito 112, 1897.
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Como Pilato, condenamos a Cristo con nuestro silencio, 20 de septiembre “Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte? Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene”. Juan 19:10, 11. https://ift.tt/QR7te1q Ante el asiento judicial Cristo estaba atado como un prisionero. El juez lo miró con suspicacia y severidad. El pueblo se estaba reuniendo apresuradamente. Y a medida que los cargos contra él se iban leyendo, los espectadores asumían posiciones, favorables o contrarias. “Se dice el rey de los judíos”. “Se niega a dar tributo a César”. “Se hace a sí mismo igual a Dios”... Pilato estaba convencido de que no había ninguna evidencia sostenible de la culpabilidad de Cristo. No obstante, sacerdotes y gobernantes lo inculpaban de blasfemia. Pero los judíos actuaban bajo la inspiración de Satanás al igual que Caín y otros tantos asesinos que estuvieron decididos a destruir vidas antes que a salvarlas. “Pero éstos porfiaban, diciendo: Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí”. Aquí Pilato vislumbró una oportunidad en la que podía librarse por completo del juicio de Cristo. Percibió en forma clara que los judíos habían entregado a Cristo movidos por la envidia... “Y al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que en aquellos días también estaba en Jerusalén”. Este era el mismo Herodes que había manchado sus manos con la sangre de Juan. “Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal”... La obra y la misión de Cristo en este mundo no habrían de gratificar la ociosa curiosidad de príncipes, gobernantes, escribas, sacerdotes o campesinos. El vino a sanar al quebrantado de corazón... Si Cristo hubiera pronunciado alguna palabra a fin de sanar a las almas magulladas por la enfermedad del pecado, no habría guardado silencio. Pero, él había enseñado a sus discípulos que las preciosas gemas de verdad no debían arrojarse a los cerdos. Su porte y su silencio ante Herodes hicieron su silencio mucho más elocuente. El pueblo judío había esperado por mucho tiempo un Mesías que condenara el poder que los mantenía cautivos. Y buscaron que el Príncipe de la vida, el Único que podía librarlos de su cautividad, pronunciase esa condenación.—Manuscrito 112, 1897.
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