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El representante de Cristo, 5 de enero


Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Juan 16:7{RP 15.1}

“Espíritu de verdad” es el nombre que se da al Consolador. Su obra consiste en definir y mantener la verdad. Primero habita en el corazón como el Espíritu de verdad; de este modo, llega a ser el Consolador. En la verdad hay tranquilidad y paz, lo cual no se puede hallar en el error. Satanás conquista el poder sobre la mente a través de falsas teorías y tradiciones. El enemigo logra desfigurar el carácter e imponer la adopción de falsas normas. Mediante las Escrituras el Espíritu Santo habla a la mente, e imprime la verdad en el corazón. De este modo expone el error y lo expulsa del creyente. Por el Espíritu de verdad, obrando por intermedio de la Palabra de Dios, Cristo une a los suyos a sí mismo. {RP 15.2}
Al describir a sus discípulos la obra del Espíritu Santo, Jesús quiso inspirarlos para que alcanzaran el mismo gozo y la alegría que llenaba su propio corazón. Se regocijó con la ayuda abundante que había provisto para su iglesia. El Consolador era el más excelso de los dones que podría solicitar al Padre con el propósito de exaltar a su pueblo. Fue dado como el agente regenerador, y sin este don el sacrificio de Cristo hubiera sido en vano. Por siglos el poder maligno se había fortalecido hasta el punto que era asombrosa la sumisión del hombre a la cautividad satánica. El pecado puede ser resistido y vencido únicamente por la intervención poderosa de la tercera persona de la Deidad, que no vendría con una energía modificada, sino en la plenitud del poder divino. El Espíritu es el que hace efectivo lo que logró el Redentor del mundo. Mediante el Consolador el corazón se purifica. Gracias a su obra el creyente llega a ser participante de la naturaleza divina. Cristo nos dio el divino poder de su Espíritu para que podamos vencer las tendencias al mal, sean heredades o cultivadas, y para imprimir en la iglesia su propio carácter.—The Review and Herald, 19 de noviembre de 1908{RP 15.3}


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